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        ay una imagen que se cuela como los haces del sol por la ventana. Así de etérea se volvió en el tiempo. Pese a ello, siempre trato de asirla y se me escapa. Es uno de los pocos recuerdos de mi primera infancia.

Verano. Yo nunca hacía la siesta y el aburrimiento me ponía inquieta. Mi mamá trabajaba en la máquina de coser, con ese pedal ruidoso que la llevaba volando lejos . Quién sabe en qué pensaría ella que se ausentaba.  Yo insistía, pedía atención.  Entonces, mamá detenía sus pies, luego soltaba las manos de la máquina y se ponía a buscar en las cajas de cartón al lado de la mesa de cortar las prendas. Uno a uno los ponía en el piso. Eran retazos de tela. De tamaños y motivos diferentes: a lunares, con flores, a rayas, blancos, negros, satinados, ásperos, suaves, resbaladizos, livianos o pesados.

Ese era el momento de la riqueza, en donde el alma se me ponía jugosa de juegos. Los juntaba con los brazos haciendo de canasta, me iba a un rincón del cuarto y empezaba a crear. Los unía, los ataba, los cosía. Les daba forma.

Me aquietaba en el disfrute de darles un significado. A veces hacía ropa, a veces cortinas y mantas, y creaba luces y sombras a mi antojo. Con retazos.

Para vestir a mis muñecas necesitaba la ayuda de mamá. Ella le daba las terminaciones a lo que yo había armado. Terminaciones, dije. La infancia tiene ese matiz, al menos la mía. Todo estaba a medio terminar, y había que aprender a hacerlo. La unión de los retazos daba ocupación a las manos. Era una pócima para llenar horas vacías.

 

De unir pedazos de tela pasé, de la mano de papá, a la escritura y lectura de palabras. Entonces había que terminar una oración, un mensaje. Algo que diera testimonio de lo que sentía o quería. Papá me enseñaba a escribir cartas, a mi abuela paterna y a mi amiga que vivían lejos. Y vino el tiempo de las cartas, el género epistolar se me instaló tan fuerte que mi pensamiento se expresaba siempre en forma de diálogo. Aunque no las llevara al papel, escribía todo lo que hacía y sentía para un otro. Quizás era otra pócima para llenar un vacío.

 

Después llegó el tiempo de la escuela y el espacio se llenó de números y de letras. Los deberes, le decían. Los deberes se imponían durante el ciclo escolar. Solo en el tiempo de vacaciones apareció nuevamente un vacío que llenar y se impuso la lectura de novelas en las tardes de verano, a la hora de la siesta.  De una a otra. Sorbiendo retazos de palabras que quería eternizar y las copiaba en un cuaderno.

 

Así, de fragmentos de lectura y escritura, como la mariposa que se posa en distintas flores, continué mi vida de lectora y escritora. Las terminaciones fueron pocas porque el placer era leer y escribir de a retazos. Por eso este blog busca emprolijar las costuras y recortar las hilachas. Pretende mostrar lo que hay, lo que hubo y lo que habrá, en este tiempo vacío de armar la vida y darle sentido. De a retazos, de a pedacitos, a tiempo fragmentado.

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