noche, después de nuestra charla, di muchas vueltas en mi cama y recordé esa última línea que le pedí a Pedro aquella tarde. –Soy piedra en el mar– me dijo, sin saber que yo era el mar pero no podía ser sal. Y me hice barro.
Sentada a mi escritorio compilo los datos y las entrevistas de los últimos años. Si bien me había planteado una temática para la búsqueda, la investigación me llevó más lejos de lo que en principio perseguía. Supongo que las hipótesis de cualquier trabajo y todas las formulaciones previas son las flechas del arco más asombroso que uno pueda utilizar para asomarse al misterio. Y es el misterio un espejismo que se corre a medida que avanzamos, como si las preguntas mismas tuvieran en su consistencia el poder de correr al misterio un poco más allá, manteniéndolo lejos de la comprensión humana.
El punto de partida que inicié apenas volví de mi viaje fue zambullirme en algo que me venía dando vueltas como un estribillo pegadizo. Yo quería desentrañar por qué la comunicación se veía tan frágil, y por qué todos hablábamos y escuchábamos tan arbitrariamente al punto de que el mundo se volvía por momentos un albergue de locos.
Recuerdo qué curioso era comunicarme entonces, nunca sabía cuándo las palabras caían en un saco roto, un tonel sin fondo, o lo que es peor, cuándo se daban vuelta en el aire y mutaban infieles lejos de mi boca. Eso fue el móvil, en principio, como ya dije. Desde mi trabajo como periodista me dediqué con curiosidad casi pasional a la comunicación, y por añadidura al mundo vasto que ella abarca. Cuando mis compañeros me preguntaban: ¿en qué andás Alma?, yo sólo sonreía porque no se puede andar dando explicaciones cuando se está de cabeza en el pozo, buscando el agua. Pero soltaba alguna respuesta para seguir con lo mío con el mayor disimulo del que yo era capaz.
Fragmento de mi novela La última línea.